martes, 17 de abril de 2007

Correr recorriendo, no escapando

La semana que pasó me parecía más melancólica que de costumbre. Razones hay varias y entre las que puedo contar estaban volver de mi viaje a Santiago, reencontrarme con la familia y con Andrea (con todo lo que eso significa para mí). En momentos como estos uno se detiene a pensar en las relaciones humanas, en lo cercanas que están las personas, en nuestros temores juntos (y separados) y en lo que depara el futuro. Pero siempre tiene que ver con nosotros, o sea, ejercemos nuestro ego y nuestra historia como un manual del actuar que nos pone en una actitud semejante a un sabio precoz, como una persona capacitada para tomar las riendas de nuestras vivencias pasadas y aprender de ellas para ponerlas en el presente. El ejercicio del ego, en este caso, es esencial como clasificador de los eventos que suceden y por sobre todo nos pone en la posición de poder decir algo sobre nosotros, de darnos respuestas. Se supone que a eso le dicen identidad.
Pero hay un problema. O sea, no si sea un problema, podría ser un producto de las relaciones personales y de cómo las identidades congenian al punto de asumir una responsabilidad con otro que espera una palabra, una acción o simplemente de comprensión. Se supone que a eso le dicen amistad.
La semana que pasó fue complicada. Lo de la práctica me comienza a pasar la cuenta y mis horarios son cada vez más cortos para dedicar tiempo a las relaciones humanas. A pesar de eso las cosas comenzaron a girar fuera de mí y se movieron hacia el otro, el otro “amigo” (las comillas no son irónicas, son para especificar) que se cultiva en momentos como estos. Para hacerlo más sencillo: la semana que pasó vi mucha gente llorar por diferentes motivos, pero todos llevados por la crisis de lo que se perdió. Relaciones de pareja, perspectivas de vida, mascotas y demases enumeran los puntos álgidos de la tristeza repentina o cultivada escondidamente detrás de una faceta de persona dura.
La semana que pasó aprendí un par de cosas: Los amigos, aunque lo nieguen, siempre esperan una palabra, una opinión o una comparación de lo que les pena desde lo que uno cree. No es que quieran aprender con eso y busquen una respuesta que los haga salir del hoyo, más bien esas palabras son una especie de solidaridad, de “acompañándote en el dolor”, lo que no quiere decir que uno sea innecesario. Creo que la base de todo es hacerlos vivir nuevas experiencias, ponerlos en nuevas sensaciones que incluso se negaban, demostrarles que la pérdida o la crisis es solo una parte de la vida que suele tocar las fibras y consumir todo lo que le rodea. También estamos allí para ordenar las ideas que el otro no puede (o no quiere) sentarse a mirar, porque cuando las crisis aparecen el caos es el mejor aliado para sentirse tocando fondo. Y que quede claro que yo no estoy en contra de tocar fondo, de llorar, de las crisis o las pérdidas porque si las negásemos estaríamos jugándole una mala pasada a lo que podríamos hacer en el futuro. Aprendí de mí que la coraza que llevo puesta y que mucha gente critica no es otra cosa que una especie de ejemplo de lo protector que puedo llegar a ser.
Pero mientras alguien lloraba también aprendí a perder para ganar. Su crisis existencial sobre los esfuerzos en vano en un mundo donde todo anda mal fueron excusa para saber que me gusta que sea feliz y una idea que me quedó dando vueltas: a pesar de las corazas, de los finales tristes, de los ideales perdidos (que en realidad solo están escondidos por allí) y de quien sabe que otra cosa lo importante detrás es que cuando se cree que todo alrededor está mal es porque estamos mal nosotros mismos, porque hemos olvidado lo que nos gusta hacer. Ni más ni menos. A pesar de que todo esté mal, a pesar que en el mundo la gente gane un carajo sometiéndose a la esclavitud disfrazada de trabajo, a pesar que todo signifique algo que nos recuerde lo que no podemos superar, a pesar incluso que nosotros mismos tratemos de olvidar, las cosas ya llevan bastante tiempo funcionando así de mal. No quiero que se malentienda así que intentaré ser preciso: Si vemos que nuestros esfuerzos para que las cosas estén mejor son en vano y eso nos desarma al punto de sentir que no podemos hacer algo no hay que llevar el estandarte de los perdedores. Podríamos empezar a cambiar la situación creyendo que hay cosas que nos gusta hacer, que hay temas pendientes o cosas que aún no comienzan, poniéndoles atención y sintiéndonos gustosos de hacerlos. El mundo puede que esté mal, pero se acostumbró, quizás por eso no se cansará de esperarnos cuanto tiempo sea necesario para que demos lo que siempre quisimos hacer para que todo esté mejor.
La semana que pasó me di cuenta que estoy más afectuoso que de costumbre y que la gente ha captado mis cambios sin que yo me haya dado cuenta de su descubrimiento o de mis propios cambios. Me he saturado “en la medida de lo posible” (como alguien dijo en los noventas) de relaciones humanas porque también siento que la extraño en una dosis muy fuerte y me gustaría que estuviera ahora para que viera lo diferente que es todo desde que atamos algunos cabos sueltos. No es mi intención conocer gente nueva, con la posición temporal en la que me encuentro el viaje es en reversa, en volver a la semilla, en tratar de ganarle en algo al tiempo perdido. Si para eso las lagrimas tengan que estremecerme pues bienvenidas sean para los demás y para mí.
El sábado pasado aprendí que puedo correr más que la última vez. Y cuando mis piernas no daban más corrí un poco más porque tenía que pensar todo esto. Pero no corrí huyendo, si no recorriendo. La música en mis audífonos nunca antes estuvo tan bien elegida para esta ocasión ni sonó tan fuerte como ese día. Vamos a ver que aprendo esta semana…

Dedicado a Andrea, Claudia, Lulú y Jorge.